Pintura de Ntra. Purísima Madre del Buen Camino, obra de José Palma
La pintura de José Palma (08.09.1945) que representa el busto de Nuestra Purísima Madre del Buen Camino evidencia el deseo, manifestado por Palma hace ya unos años, de trascender en su obra el valor de la llamada, propio de su producción en el ámbito del cartelismo, para sumergirse plenamente en la sustancia del medio pictórico. Despojarse de referencias, circunstancias e inscripciones para llegar a la plasmación de los valores permanentes; los que aúnan forma y contenido, plasticidad y mensaje, una obra que produjera la impronta definitiva como así sucede en este traslado al óleo sobre lienzo; un eco de ensoñación realista ante la precisión retratística y naturalista de Ruiz Montes.
La advocación, que remite a la polisemia de los afectos y de la veneración vinculados a la Virgen María encuentra en Nuestra imagen la sintaxis devocional que comprende cada una de las certezas devocionales que la Virgen del Buen Camino ha encontrado en el inicio de su andar; la historia de la Congregación de las Hijas de María, y en concreto, la figura de la Madre Cándida, que siempre se dirigía a la Virgen con como Nuestra Purísima Madre; abarca también los anhelos de la comunidad educativa de Gamarra, la espiritualidad de San Ignacio de Loyola, cuya primer icono en la Iglesia romana de Il Gesú (La Madonna della Strada) tanto enlaza con Nuestra advocación; e incluso se compromete con el punto de vista plástico y artístico del propio escultor, creador y forjador de la venerable impronta.
La talla, un exquisito ejemplo de la imaginería contemporánea, encuentra en la pintura de Palma las resonancias iconográficas de la imagen llevadas al realismo retratístico a lo divino. Sin perder un ápice de veracidad en el asunto, Palma propone una mayor dramatización del gesto a partir de ligeras variaciones en los recursos dramáticos; el llanto se densifica y cristaliza en unos ojos aún más vidriosos mientras los efectos a la hora de aplicar la luz, que se derrama por el rostro produciendo tenues claroscuros, se desliza hasta el cuello que se tensa y anatomiza para acabar ágil y sinuosa en los pliegues de un tocado que trata a base de tablas asimétricas y contraluces propios del volumen que se ondula. La intensidad y saturación de los colores quedan delimitados por una preciosista cenefa, que buscando la semejanza con los bordados en oro y sedas de colores de la escultura, anima la mirada con el recreo en los brillos, que refulgen con más fuerza en el argénteo corazón traspasado por el puñal profetizado en el Antiguo Testamento por el anciano Simeón, –y una espada traspasará tu alma– mientras resplandecen por encima de la cabeza sobre un fondo etéreo que descontextualiza a la imagen de cualquier espacio a la vez que la dota de un aura de excelsa divinidad.
Jaime Moreno Ramírez, historiador del arte.